Aquest professor de ciències polítiques de la Universitat Autònoma de Madrid, expert en política internacional i decreixement, ens explica d'una manera senzilla i accesible en l'article que us adjuntem avui en què consisteix el "decreixement", un principi, una eina que repensa els objectius del capital i que vincula la preocupació pels problemes meadiambientals amb la contestació econòmica i social tradicional al capitalisme, el desencadenant dels problemes que afrontem actualemnt. Segons Taibo "avui, al nord desenvolputat del segle XXI, és inimaginable un projecte anticapitalista que no sigui al mateix temps un projecte decreixentista, autogestionat i antipatriarcal".
Tot i que l'article sigui llarg, paga la pena fer-li una ullada.
En la literatura sobre el decrecimiento hay una anécdota, omnipresente, que voy a intentar rescatar porque creo que da en el clavo de muchas de las miserias de nuestras percepciones. Una de las versiones de esa anécdota se halla ambientada en un pueblo de la costa mexicana. Un paisano está, medio adormecido, junto al mar. Un turista norteamericano se le acerca y entablan conversación.
El turista le pregunta:
—"Y usted, ¿a qué se dedica? ¿En qué trabaja?".
El mexicano responde:
—"Soy pescador".
—"¡Vaya, pues debe ser un trabajo muy duro! Trabajará usted muchas horas".
—"Sí, muchas horas", replica el mexicano.
—"¿Cuántas horas trabaja usted al día?".
—"Bueno, trabajo tres o cuatro horitas".
—"Pues no me parece que sean muchas. ¿Y qué hace usted el resto del tiempo?".
—"Vaya. Me levanto tarde. Trabajo tres o cuatro horitas, juego un rato con mis hijos, duermo la siesta con mi mujer y luego, al atardecer, salgo con los amigos a tomar unas cervezas y a tocar la guitarra".
El turista norteamericano reacciona inmediatamente de forma airada y responde:
—"Pero hombre, ¿cómo es usted así?".
—"¿Qué quiere decir?".
—"¿Por qué no trabaja usted más horas?".
—"¿Y para qué?", responde el mexicano.
—"Porque así al cabo de un par de años podría comprar un barco más grande".
—"¿Y para qué?".
—"Porque un tiempo después podría montar una factoría en este pueblo".
—"¿Y para qué?".
—"Porque luego podría abrir una oficina en el distrito federal".
—"¿Y para qué?".
—"Porque más adelante montaría delegaciones en Estados Unidos y en Europa".
—"¿Y para qué?".
—"Porque las acciones de su empresa cotizarían en bolsa y usted se haría inmensamente rico".
—"¿Y para qué?".
—"Pues para poder jubilarse tranquilamente, venir aquí, levantarse tarde, jugar un rato con sus nietos, dormir la siesta con su mujer y salir al atardecer a tomarse unas cervezas y a tocar la guitarra con los amigos".
La visión dominante en las sociedades opulentas sugiere que el crecimiento económico es la panacea que resuelve todos los males. A su amparo —se nos dice— la cohesión social se asienta, los servicios públicos se mantienen, y el desempleo y la desigualdad no ganan terreno. Sobran las razones para recelar, sin embargo, de todo lo anterior. El crecimiento económico no genera —o no genera necesariamente— cohesión social, provoca agresiones medioambientales en muchos casos irreversibles, propicia el agotamiento de recursos escasos que no estarán a disposición de las generaciones venideras y, en fin, permite el triunfo de un modo de vida esclavo que invita a pensar que seremos más felices cuantas más horas trabajemos, más dinero ganemos y, sobre todo, más bienes acertemos a consumir.
Frente a ello son muchas las razones para contestar el progreso, más aparente que real, que han protagonizado nuestras sociedades durante decenios. Piénsese que en EE.UU., donde la renta per cápita se ha triplicado desde el final de la segunda guerra mundial, desde 1960 se reduce, sin embargo, el porcentaje de ciudadanos que declaran sentirse satisfechos. En 2005 un 49% de los norteamericanos estimaba que la felicidad se hallaba en retroceso, frente a un 26% que consideraba lo contrario. Muchos expertos concluyen, en suma, que el incremento en la esperanza de vida al nacer registrado en los últimos decenios bien puede estar tocando a su fin en un escenario lastrado por la obesidad, el estrés, la aparición de nuevas enfermedades y la contaminación.
Así las cosas, en los países ricos hay que reducir la producción y el consumo porque vivimos por encima de nuestras posibilidades, porque es urgente cortar emisiones que dañan peligrosamente el medio y porque empiezan a faltar materias primas vitales. Por detrás de esos imperativos despunta un problema central: el de los límites medioambientales y de recursos del planeta. Si es evidente que, en caso de que un individuo extraiga de su capital, y no de sus ingresos, la mayoría de los recursos que emplea, ello conducirá a la quiebra, parece sorprendente que no se emplee el mismo razonamiento a la hora de sopesar lo que las sociedades occidentales están haciendo con los recursos naturales. Para calibrar la hondura del problema, el mejor indicador es la huella ecológica, que mide la superficie del planeta, terrestre como marítima, que precisamos para mantener las actividades económicas. Si en 2004 esa huella lo era de 1,25 planetas Tierra, según muchos pronósticos alcanzará dos Tierras —si ello es imaginable— en 2050. La huella ecológica igualó la biocapacidad del planeta en torno a 1980, y se ha triplicado entre 1960 y 2003.
A buen seguro que no es suficiente, claro, con acometer reducciones en los niveles de producción y de consumo. Es preciso reorganizar nuestras sociedades sobre la base de otros valores que reclamen el triunfo de la vida social, del altruismo y de la redistribución de los recursos frente a la propiedad y al consumo ilimitado. Hay que reivindicar, en paralelo, el ocio frente al trabajo obsesivo, como hay que postular el reparto del trabajo, una vieja práctica sindical que, por desgracia, fue cayendo en el olvido. Otras exigencias ineludibles nos hablan de la necesidad de reducir las dimensiones de las infraestructuras productivas, administrativas y de transporte, y de primar lo local frente a lo global en un escenario marcado, en suma, por la sobriedad y la simplicidad voluntaria.
Hablando en plata, lo primero que las sociedades opulentas deben tomar en consideración es la conveniencia de cerrar —o al menos de reducir sensiblemente la actividad correspondiente— muchos de los complejos fabriles hoy existentes. Estamos pensando, cómo no, en la industria militar, en la automovilística, en la de la aviación y en buena parte de la de la construcción. Los millones de trabajadores que, de resultas, perderían sus empleos deberían encontrar acomodo a través de dos grandes cauces. Si el primero lo aportaría el desarrollo ingente de actividades en los ámbitos relacionados con la satisfacción de las necesidades sociales y medioambientales, el segundo llegaría de la mano del reparto del trabajo en los sectores económicos tradicionales que sobrevivirían. Importa subrayar que en este caso la reducción de la jornada laboral bien podría llevar aparejada, por qué no, reducciones salariales, siempre y cuando éstas, claro, no lo fueran en provecho de los beneficios empresariales. Al fin y al cabo, la ganancia de nivel de vida que se derivaría de trabajar menos, y de disfrutar de mejores servicios sociales y de un entorno más limpio y menos agresivo, se sumaría a la derivada de la asunción plena de la conveniencia de consumir, también, menos, con la consiguiente reducción de necesidades en lo que a ingresos se refiere. No es preciso agregar, parece, que las reducciones salariales que nos ocupan no afectarían, naturalmente, a quienes menos tienen.
El decrecimiento no implicaría, para la mayoría de los habitantes, un deterioro de sus condiciones de vida. Antes bien, debe acarrear mejoras sustanciales como las vinculadas con la redistribución de los recursos, la creación de nuevos sectores, la preservación del medio ambiente, el bienestar de las generaciones futuras, la salud de los ciudadanos, las condiciones del trabajo asalariado o el crecimiento relacional en sociedades en las que el tiempo de trabajo se reducirá sensiblemente. Al margen de lo anterior, conviene subrayar que en el mundo rico se hacen valer elementos —así, la presencia de infraestructuras en muchos ámbitos, la satisfacción de necesidades elementales o el propio decrecimiento de la población— que facilitarían el tránsito a una sociedad distinta. Y es que hay que partir de la certeza de que, si no decrecemos voluntaria y racionalmente, tendremos que hacerlo obligados de resultas del hundimiento, antes o después, de la sinrazón económica y social que padecemos.
diumenge, 29 de novembre del 2009
Carlos Taibo ens explica què és el decreixement
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